MÉXICO.- La tristeza y la indignación recorrían el miércoles las montañas y profundos cañones de la sierra Tarahumara, en el noroeste de México, mientras las autoridades aceleraban la investigación del asesinato de dos sacerdotes jesuitas y un guía turístico en una iglesia de una zona indígena de alta pobreza y marginación ocupada desde hace años por el crimen organizado.
Javier Campos, también conocido como «El Gallo», de 79 años, llevaba medio siglo en la misión jesuita de esa sierra que en los años 70, cuando no había carreteras, recorría en una moto. Joaquín Mora, un año mayor, lo acompañaba desde hacía más de dos décadas.
Ambos estaban totalmente integrados entre los indígenas tarahumaras (o rarámuris), haciendo labor social, defendiendo su cultura y promoviendo los servicios básicos y la educación.
Eran «figuras de autoridad moral, personas que generaban equilibrios en la comunidad», dijo el martes por la noche el también jesuita Jorge Atilano durante una misa en la capital del país.
«Eran respetados, su palabra era tomada en cuenta», subrayó.
Sin embargo, esos equilibrios que durante mucho tiempo lograron que la violencia no les tocara en forma directa, se rompieron el lunes, cuando al intentar socorrer al guía turístico que llegó a la iglesia de la comunidad de Cerocahui huyendo de un sujeto armado, tanto el laico –cuya identidad no se dio a conocer– como los dos religiosos fueron asesinados.
Javier Ávila, más conocido como «Pato», líder de la comunidad jesuita en la zona y que lleva cinco décadas en la sierra, contó a una radio local de la cual fue uno de los fundadores que el agresor era una persona que estaba «fuera de sí, alcoholizado».
Aunque los sacerdotes lo conocían, porque era un líder criminal local, e intentaron calmarlo, pero no lo lograron. Primero mató al laico, luego a uno de los sacerdotes que acudió en su ayuda y después al tercero. Subió los cuerpos a una camioneta y se los llevó pese a las súplicas de un tercer sacerdote que sobrevivió y contó lo sucedido.
Las autoridades buscan también a otras personas desaparecidas del lugar el mismo día, entre ellas un menor.
El máximo representante de los jesuitas en México, Luis Gerardo Moro, en la ceremonia de Ciudad de México el martes por la noche, aseguró que el crimen ha supuesto «un punto de quiebre y de no retorno en el camino y misión de la Compañía (de Jesús) en México», que seguirá denunciando el olvido y la violencia que persisten en esa zona y no callará ante las injusticias.
La orden pidió proteger a religiosos, laicos y vecinos de Cerocahui, un pueblo de mil habitantes aparentemente tranquilo que recibe a algunos turistas amantes de la naturaleza, pero donde todo se mueve bajo la atenta vigilancia de gente armada.
Por eso durante horas todos callaron, contó Ávila en la entrevista radial del martes. «Les dijeron, si ustedes hablan y hay algún movimiento, vengo por todos ustedes y los mato a todos».
Durante años la violencia ha plagado las montañas cubiertas de pinos y con tortuosas carreteras porque distintos grupos del crimen organizado han plantado amapola o marihuana en esas laderas de Chihuahua que la conectan con Sinaloa y Sonora, estados todos fronterizos con Estados Unidos.
En el último lustro, no han dejado de acumularse los asesinatos de ambientalistas, líderes indígenas, defensores de derechos humanos e incluso de una periodista que cubría la sierra y un estadounidense al que aparentemente confundieron con un agente antidrogas.
Pero la situación se había agravado recientemente, explicó a la Associated Press el padre Pedro Humberto Arriaga, superior de los jesuitas en una misión del sur del país y amigo de Campos desde que eran estudiantes.
En mayo, la última vez que se juntaron, Campos le transmitió «la gravedad de la situación, de cómo las bandas de narcos habían avanzado en la región, cómo se estaban apoderando ahí de las comunidades» y «se estaba descontrolando» todo, cada vez con más personas armadas moviéndose por todas partes.
Arriaga dijo no tener noticia de que Campos y Mora hubieran sido directamente amenazados, como sí ha ocurrido con el padre Ávila, pero todos eran conscientes de los riesgos que corrían al tener que moverse entre esas «mafias».
De hecho, la congregación se había planteado sacar a los ancianos de esas montañas, pero ellos no quisieron. «Murieron como vivieron, defendiendo sus ideales», dijo un amigo de ambos, Enrique Hernández, en otra misa en su recuerdo en la ciudad de Chihuahua.
Las condenas al crimen llegaron incluso de Naciones Unidas, mientras los jesuitas y la Iglesia Católica exigían la entrega inmediata de los cadáveres. También se multiplicaron los homenajes, que tenían previsto continuar el miércoles.
El padre Arriaga recordaba el espíritu aventurero de Campos, apodado «El Gallo» porque imitaba el sonido de este animal y le gustaba cantar, aunque a diferencia del padre Ávila no fue uno de los integrantes del grupo de rock-jesuita creado en los 60 y que resultó otra peculiar forma de evangelizar.
Arriaga mencionaba el gusto de Campos por el baloncesto o la astronomía, pero sobre todo su inmersión cultural, que le había llevado no solo a hablar dos dialectos rarámuris, sino a «ponerse en la piel» de este pueblo participando de todas sus danzas y rituales.
De Mora, en la ceremonia de Chihuahua –trasmitida en redes– se destacó su carisma como educador y su pasión por escuchar y dar consejos.
A la espera de que los gobiernos estatal y federal cumplan su promesa de obtener resultados, el grito de los jesuitas es contundente.
«La impunidad está cobijando no nada más la sierra Tarahumara, todo el país», denunció el padre Ávila.
«Es cada vez más descarada» y se junta con «la ineptitud de las autoridades de todos los niveles».
«Ya estamos hartos», añadió.
Con información de AP