España.- Fue uno de los episodios más crueles de la represión franquista. El 5 de agosto de 1939, trece mujeres, la mitad menores, fueron ejecutadas ante las tapias del cementerio del Este. Su historia sigue viva hoy en forma de libros, teatro, documentales y cine.
«Madre, madrecita, me voy a reunir con mi hermana y papá al otro mundo, pero ten presente que muero por persona honrada. Adiós, madre querida, adiós para siempre. Tu hija que ya jamás te podrá besar ni abrazar Que no me lloréis. Que mi nombre no se borre de la historia». Fueron éstas las últimas palabras que dirigiría a su familia una muchacha de 19 años llamada Julia Conesa. Corría la noche del 4 de agosto de 1939. Hacía cuatro meses que había terminado la Guerra Civil. Madrid, destruida y vencida tras tres años de acoso, de bombardeos y resistencia ante el ejército sublevado, intentaba adaptarse al nuevo orden impuesto por el general Franco, un régimen que iba a durar cuatro décadas.
En el ambiente de ese verano de posguerra -tristísimo para unos y glorioso para otros-, se mezclaban las ruinas de los edificios y la pobreza de sus pobladores con las dolorosas secuelas físicas y psicológicas de la contienda. Y, sobre todo, abundaban ya la propaganda, ya la represión. El día a día de la capital estaba marcado por las denuncias constantes de vecinos, amigos y familiares; por la delación, los procesos de depuración en la Administración, en la Universidad y en las empresas; por las redadas, los espías infiltrados en todas partes, las detenciones y las ejecuciones sumarias. En junio habían comenzado, incluso, los fusilamientos de mujeres. «Españoles, alerta. España sigue en pie de guerra contra todo enemigo del interior o del exterior, perpetuamente fiel a sus caídos. España, con el favor de Dios, sigue en marcha, una, grande, libre, hacia su irrenunciable destino », voceaban las radios de Madrid. «Juro aplastar y hundir al que se interponga en nuestro camino», advertía Franco en sus discursos.
Sería aquélla la última carta de Julia Conesa. Y ella lo sabía. Porque, junto a otras catorce presas de la madrileña cárcel de Ventas, había sido juzgada el día anterior en el tribunal de las Salesas. A Julia la acusaban hasta de haber sido «cobradora de tranvías durante la dominación marxista».
Y apenas 24 horas más tarde, 13 de aquellas mujeres y 43 hombres fueron ejecutados ante las tapias del cementerio del Este. El momento lo recuerdan así algunas compañeras de presidio: «Yo estaba asomada a la ventana de la celda y las vi salir. Pasaban repartidores de leche con sus carros y la Guardía Civil los apartaba. Las presas iban de dos en dos y tres guardias escoltaban a cada pareja, parecían tranquilas» (María del Pilar Parra). «Algunas permanecimos arrodilladas desde que se las llevaron, durante un tiempo que me parecieron horas, sin que nadie dijera nada. Hasta que María Teresa Igual, la funcionaria que las acompañó, se presentó para decirnos que habían muerto muy serenas y que una de ellas, Anita, no había fallecido con la primera descarga y gritó a sus verdugos: ‘¿es que a mí no me matan?» (Mari Carmen Cuesta). «Si fue terrible perderlas, verlas salir, tener que soportarlo con aquella impotencia, más lo fue ver la sangre fría de Teresa Igual relatando cómo habían caído. Entre las cosas que nos dijo, fue que las chicas iban muy ilusionadas porque pensaban que iban a verse con los hombres [con sus novios y maridos, también condenados] antes de ser ejecutadas, pero se encontraron que ya habían sido fusilados» (Carmen Machado).
Quince de los ajusticiados ese 5 de agosto de 1939 eran menores de edad, entonces establecida en los 21 años. Por su juventud, a estas mujeres se las comenzó a llamar «las trece rosas», y su historia se convirtió pronto en una de las más conmovedoras de aquel tiempo de odio fratricida y fascismo. Un episodio sobre el que nunca se habrá escrito mucho. Lo investigó el periodista Jacobo García, ya en 1985. Lo noveló el escritor Jesús Ferrero en su libro Las trece rosas (Siruela, 2003), en el que dedica un capítulo a cada una de las muchachas y con su literatura las dota de vida y palabra, de sentimiento y dolor; le pone cara a sus verdugos Lo documentó durante dos años, sin ficciones, y por eso aún con mayor crudeza el periodista Carlos Fonseca en Trece rosas rojas. En su libro duelen los testimonios de las familias, el momento de la condena, la partida hacia la muerte, la locura posterior de las madres de las fusiladas ante su pérdida, la indiferencia del régimen.
El destino triste de estas mujeres que no pudieron envejecer ha sido citado también en libros de Dulce Chacón o Jorge Semprún, y este mismo otoño lo acaba de llevar a escena la compañía de danza y teatro Arrieritos. Además ha sido inspiración para una organización socialista recién creada, Fundación Trece Rosas, «orientada a proyectos e iniciativas en las que se profundice en la igualdad y la justicia social».
«Las trece rosas eran mujeres que sabían bien lo que hacían, y que con gran valentía y clarividencia lucharon contra el régimen antidemocrático que se avecinaba», comentan Vigil y Almela. «Se afiliaron a la JSU de forma consciente; pudiendo quedarse en casa, salieron a la calle y optaron por luchar y defender la II República española, desempeñando diversas labores durante la defensa de Madrid y poniendo en riesgo sus propias vidas». Según Fonseca, el régimen franquista «adoptaba un tono paternalista con las mujeres en sus mensajes, pero trató con igual inquina a hombres y a mujeres. La miliciana era para los vencedores la antítesis de la mujer, cuya misión en la vida era ser madre y reposo del guerrero». Para Santiago Carrillo, que fue primer secretario general de la JSU, «en las guerras, son ellas siempre las que más sufren Y el régimen de Franco hizo todo lo posible por destruir el espíritu de libertad de las mujeres que se había creado con la República».
Ellas se llamaban Ana López Gallego, Victoria Muñoz García, Martina Barroso García, Virtudes González García, Luisa Rodríguez de la Fuente, Elena Gil Olaya, Dionisia Manzanero Sala, Joaquina López Laffite, Carmen Barrero Aguado, Pilar Bueno Ibáñez, Blanca Brisac Vázquez, Adelina García Casillas y Julia Conesa Conesa. Eran modistas, pianistas, sastras, amas de casa, militantes todas, menos Brisac, de la JSU. El suyo se considera uno de los castigos más duros a los vencidos de la posguerra.
«El número de detenciones diarias en la capital era muy variable en 1939, aunque muchos días la información titulada ‘Detención de autores de asesinato’ estaba formada por más de cien nombres », escribe Pedro Montoliú en su reciente e interesante libro Madrid en la posguerra, 1939-1946. «Los peores meses fueron junio, con 227 fusilados; julio, con 193; septiembre, con 106; octubre, con 123, y noviembre, con 201. Por días, los más sangrientos fueron el 14 de junio: 80 fusilados; 24 de junio, 102; 24 de julio, 48; el 5 de agosto, 56. Ese día, y 48 horas después de dictar sentencia, fueron fusiladas las ‘trece rosas’, de entre 18 y 23 años, que habían intentado reconstruir la JSU en la clandestinidad».
Vigil y Almela enfocan su película preguntándose cómo se podía llegar a ejecutar una sentencia tan infame. «¿Qué había pasado en España? ¿Qué acontecimientos habían azotado el panorama político y social de aquel entonces?». Miraron entonces hacía la organización política juvenil de la que las trece rosas eran miembros, la JSU, y a su papel en el transcurso de la guerra.
«Franco se proponía destruir hasta la simiente de los rojos en este país y al decir rojos, estoy diciendo los simples demócratas, los liberales, cualquier recuerdo de los tiempos en que España había sido libre». La organización nació en marzo de 1936 de la fusión entre la Unión de Juventudes Comunistas y la Federación de Juventudes Socialistas. «Luchábamos por un ideal», dice una de sus miembros. Otra: «Nos afanábamos por la libertad, por un mundo mejor, porque el trabajador pudiera vivir en condiciones». Una tercera: «Defendíamos la República que había sido elegida en 1931, mejorándola». Y cuarta: «Mi conciencia política surgió tan pronto empezó la guerra. Tenía 15 años y debía pelear, no había más remedio». En 1939, la JSU se encontraba deshecha, sus líderes encarcelados Sólo se contaba con el coraje de sus miembros para reorganizarse.
«Crear una estructura clandestina es siempre algo muy difícil. Hay que concentrar los esfuerzos. Y en ese periodo los concentramos en la creación, sobre todo, de un partido comunista clandestino». Para el régimen, según el periodista Jacobo García, la JSU representaba un gran peligro: «Dada la juventud de sus militantes, estaba destinada a sobrevivir durante muchos años y a plantear problemas al régimen franquista durante muchos años, a corto, medio y largo plazo». Debía desaparecer.
Así, estando todos los hombres en prisión o en el exilio, de la reorganización se encargaron las mujeres o los jóvenes. «Queríamos seguir luchando, recuperar dinero para ayudar a los presos, para sacarlos, para sacar a mi hermano; queríamos, pero no lo conseguimos », apunta Concha Carretero. «Te cogían enseguida», rememora Nieves Torres. «Era un Madrid triste, reservado, la gente no se atrevía a mirar a nadie; si ibas en el metro, todo el mundo iba con la cabeza baja», dice Mari Carmen Cuesta. Se tira de los detenidos, se utiliza la tortura para conseguir delaciones, y así, poco a poco, va cayendo la organización. «A los presos los sacaban a la calle y los usaban como gancho, detrás iban dos policías. Así me detuvieron a mí», sigue Torres.
Las trece rosas fueron elegidas para morir entre las 4.000 reclusas hacinadas en Ventas en un espacio pensado para 400 (más de 280.000 presos políticos se contaban en 1939 en España). ¿Por qué ellas y no otras? El escritor Jesús Ferrero imagina una posibilidad literaria y azarosa en su libro: «Roux, Cardinal y el Pálido habían comido opíparamente en el Ritz y se sentían alegres ( ). Una hora antes les había llegado la orden de elegir a quince mujeres, preferentemente menores de edad, para conducirlas a juicio. Ya en comisaría, una señora, que se sentía agradecida porque habían liberado a su hija, le regaló al Pálido un ramo de rosas. Eran quince El Pálido lo cogió y, mirando a Cardinal y a Roux, dijo: ‘Señores, ha llegado el momento de decidir quiénes van a ser las quince de la mala hora. Bastará con ponerle un nombre a cada una de las rosas Empezaré yo’, dijo tomando una flor. ‘Y bien, esta rosa de pasión se va a llamar Luisa. No conseguí que esa bastarda pronunciara una sola palabra en los interrogatorios. Por poco me vuelve loco’. ‘Y ésta, Pilar’, dijo Cardinal. ‘Y ésta se va a llamar Virtudes’, susurró el Pálido con precipitación. ‘Y ésta, Carmen’, dijo Cardinal. ‘Lo merece más que nadie. Nunca me miró bien esa condenada’. ‘Y ésta, Martina’, anunció Roux. ‘Está siempre ausente. Seguro que ni siquiera se va a dar cuenta de que ha muerto».
Ficciones aparte, ellas sí se daban cuenta. De sus condiciones («La posguerra fue peor que la guerra»), de las humillaciones («Se ve que les gustó mi pelo y me dejaron pelona, pelona; me lo cortaban y me lo enseñaban, ‘¿no te da pena este ricito?»), de lo que les esperaba («No bastaba con estar tú en la cárcel, todo tu entorno tenía que expiar por tu pecado»), de lo que significaba pertenecer a los derrotados («Nos trataban de lo peor, muchas palizas, muchas vejaciones»), de lo que perdían («Estuve 16 años en prisión, se me fue lo mejor de mi juventud »).
Así lo cuentan Maruja Borrell, Nuria Torres, Mari Carmen Cuesta, Concha Carretero, Ángeles García-Madrid, entre otras muchas, de las que fueron amigas, conocieron y/o compartieron celda con las trece rosas en aquellos días. Hablan de las penurias, de la vida cotidiana en una prisión en la que sólo se comían «lentejas de Negrín», de los petates en el suelo, de la desconfianza («No te fiabas de nadie porque se decía que los franquistas habían metido chivatas dentro»), y hasta de su capacidad para sobrevivir, intimar, quererse y reírse de sí y de su situación. Hablan de las terribles noches de saca, de cómo todas salían temerosas a la galería para ver quiénes eran las elegidas para morir, de cómo sucedió todo en aquella noche terrible de agosto. «Para mí es un recuerdo muy amargo, muy amargo», llora aún hoy desconsolada Mari Carmen Cuesta, entonces de 16 años.
En el libro de Fonseca se recogen testimonios de parientes: las sobrinas de Julia, de Dionisia, de Martina Y del hijo de Blanca Brisac y Enrique García, quizá la más triste de todas las historias: «Mi padre pertenecía a la UGT, pero mi madre dijeron que era de la JSU, y yo sé que no militaba. Lo puedo jurar», dice. A ambos los ejecutaron ese 5 de agosto de 1939, cuando él tenía 11 años. Fue Blanca Brisac, sin embargo, quien mejor lo expresó, mientras escribía a su hijo esa noche, ya en capilla: «Voy a morir con la cabeza alta Sólo te pido que quieras a todos y que no guardes nunca rencor a los que dieron muerte a tus padres, eso nunca. Las personas buenas no guardan rencor Enrique, que te hagan hacer la comunión, pero bien preparado, tan bien cimentada la religión como me la cimentaron a mí Hijo, hijo, hasta la eternidad ».
Con información de el periódico El País