Antonio Rojas Ávila
Morelia, Michoacán.- ¿Realmente existe la mafia del poder, o es una fantasía de Andrés Manuel López Obrador, convertido en esa especie de Quijote político que afirman muchos que es, peleando contra molinos de viento, en completa senilidad?
Para responder a esta pregunta, tendríamos que ser tan objetivos como concisos y, más allá de cualquier ideología política o preferencia electoral, dilucidar un poco la realidad social mexicana, tan sólo al nivel de sus rasgos más obvios, sin necesidad de ir a más profundidad para responder la cuestión. Y esto es fundamentalmente importante porque, más allá de los candidatos, partidos o propuestas, es sin duda lo que se juega en esta elección la decisión del pueblo de expulsar a un régimen, o a una clase política, o darles una oportunidad más. Esta es al menos la visión del 90% de mexicanos, que exigen un cambio radical a la manera en que se toman las grandes decisiones, desde los enfoques, hasta los métodos.
Para decidir si existe o no la mafia en el poder, primero tendríamos que definir qué es una mafia en el poder, qué es lo que estamos imaginando cuando decimos estas palabras.
En este espacio, entenderemos a la mafia del poder, parafraseando a Arturo Ramírez García, como una «oligarquía apartidista predestinada a detentar el poder público por medio de una estructura burocrática con derechos hereditarios».
¿Complejo? Tal vez sí como frase lanzada al vacío, pero para lo que sirven las definiciones es para poder sacar el colmillo analítico y descomponer las partes de un fenómeno, para comprenderlo o, en nuestro caso, para probar su existencia o inexistencia en México.
1.- Oligarquía
La ‘oligarquía‘ es una forma de gobierno en la cual el poder político es ejercido por un grupo minoritario que vela en primer lugar por sus propios intereses, que tiene consolidado el dominio sobre los sectores social, económico y político.
Ante ello, hay que observar los rasgos del Sistema de Gobierno presidencialista mexicano, que para muchos expertos en Ciencia Política internacional es el que mayor concentración presenta a nivel mundial en la discrecionalidad del Poder Ejecutivo, es decir, el presidente. Si bien con el paso de las décadas, desde la era revolucionaria, la imagen del gran líder autoritario, como lo fue el general Lázaro Cárdenas, se fue atemperando, en nuestros días esa discrecionalidad, es decir, esa capacidad para decidirlo todo desde Los Pinos, se ejerce a través de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, que no es otra cosa que el banco de donde sale el dinero para que cada actor gubernamental pueda ejercer funciones.
Pero el presidencialismo mexicano tiene, desde los tiempos del general Cárdenas, unas características muy particulares que lo hicieron funcional desde aquella época revolucionaria donde cada 15 días un nuevo caudillo quería hacerse con el poder: paternalismo, corporativismo y clientelismo.
Sin entrar en honduras, esto quiere decir que cualquier oficina de gobierno, en cualquier nivel (federal estatal o municipal), necesita negociar con el Ejecutivo Federal para funcionar, y por tanto no puede sacar el dedo del renglón sin el permiso del presidente. Sin embargo, esto no sólo toca a la esfera gubernamental y política (recordemos que también el Gobierno Federal es el que en México financia a los partidos), sino además del sector corporativo y productivo; es decir, todas las corporaciones que representan intereses particulares, ya sea económico empresariales (Coparmex, Anafam, Canacintra, etc.) sindicales (SNTE, CNTE, CNC, etc) o de cualquier otra índole. Todos ellos están obligados a negociar sus decisiones con el Poder Ejecutivo federal, no solamente porque es este último el que restringe o abre a voluntad la estructura institucional, sino porque de una u otra manera financia a todas estas corporaciones, una cuestión que es inédita en cualquier parte del mundo.
Esa fue la fórmula de Lázaro Cárdenas para hacer viable un Estado a partir de una sociedad pulverizadada, atomizada por los intereses regionalistas, y las instituciones y organizaciones que conformó para lograrlo continúan en el México del Siglo XXI, bajo otros nombres o figuras a veces, exactamente igual en otras, le pese a quien le pese.
Esta multiplicidad de fuerzas fueron manejadas desde entonces hasta hoy mediante redes clientelares que tenían que estar centralizadas en un poder sólido, ejercido por una camarilla compuesta por individuos de confianza del presidente para evitar toda posible traición y desvío de los proyectos de esta élite. Casi por lógica pura, estos gobiernos de camarilla tenían que estar conformados por primos, compadres, hijos, ahijados y, más modernamente, esposas, comadres hijas y ahijadas. Los entornos de confianza eran necesarios para el México «revolucionario» naciente, y con el advenimiento de la sociedad de masas el aparato estatal tuvo que crecer, creando nuevas camarillas a nivel estatal y local para poder asegurar el dominio sobre la red clientelar, a imagen y semejanza de la oligarquía que domina al Estado en su conjunto.
La disciplina de esta red, tenía que ser consolidada y asegurada bajo una ideología, que entonces vino a ser el mito revolucionario, que se materializó en el Partido Nacional Revolucionario (PNR), que pasó luego a ser Partido de la Revolución Mexicana (PRM), después Partido Revolucionario Institucional (PRI) y en nuestros días un ‘sistema de partidos’ con varios nombres y cabezas, que con una compleja red de negociaciones se alinea a unos intereses comunes en un juego de alianzas y contralianzas.
2.- Oligopolios
Para hablar de una oligarquía completa decíamos que esta tiene que ejercer el control del sistema económico. En el caso de México, que funciona con una economía de mercado, esto se logra a través de la reproducción de estas camarillas a nivel económico, que son quienes detentan la propiedad de los medios de producción, con el fin de dominar el mercado; el conjunto formado por estas ‘camarillas’ en cada mercado particular, en Economía recibe el nombre de ‘oligopolio’.
Un oligopolio es, así, un reducido número de empresas que concentra la oferta (o producción) de todo un sector industrial o comercial. Así, es capaz no solamente de establecer los precios finales de los productos en todo el mercado en el que actúa (violando los principios del libre mercado), sino que además establece los precios a sus insumos, siendo el más importante de ellos el trabajo (los salarios). Así, los oligopolios en México han ido incrementando el precio final de los bienes y servicios mientras han mantenido (en valores reales) el precio del trabajo a niveles constantes y, en varios periodos, incluso decrecientes. Las consecuencias de estos hechos las puede evaluar cada quién, pero el rasgo más característico es el empobrecimiento de las clases trabajadoras y con ello la ampliación progresiva de la brecha de la equidad económica, respecto de la cual México es el peor ejemplo a nivel mundial.
La voracidad de los oligopolios puede terminar dañando a la economía nacional en su conjunto, estancándola, y esto depende de las negociaciones que tengan los empresarios privilegiados con la parte política de la «mafia», es decir, la oligarquía, y qué tan capaces sean los últimos de hacer funcional el enriquecimiento de los primeros al proyecto de país, como maquinaria económica.
En una oligarquía con rasgos plutocráticos muchas veces no existe una línea clara de dónde empieza el poder político, o desde dónde se separa del económico, pues las camarillas son integradas en conjunto (entre políticos y capitalistas) y algunos actores económicos llegan a tener tanto o más poder que cualquiera de los actores políticos. De alguna manera, todos forman parte del Poder Ejecutivo y, a su vez, del Estado, y sus recursos financieros circulan indistintamente entre el sector empresarial y el gubernamental, a través de operaciones de lavado.
La operación «Lava Jato» o «Autolavado» en Brasil destapó cómo funcionaba (al menos en parte) el manejo de recursos por la oligarquía de ese país, lavando el dinero por medio de la petrolera monopólica estatal y la obra pública para financiar las actividades oligárquicas, desde las campañas electorales hasta el pago a operadores criminales.
No es espacio este para señalar qué organismos son en México los que siguen esa misma dinámica, pero debería bastar con mencionar al Grupo Atlacomulco, a nuestra propia petrolera de monopolio estatal Pemex o a cualquiera de los oligopolios y monopolios que dominan el mercado mexicano en su conjunto, actuando como cárteles, desde el oligopolio comunicativo Televisa-TV Azteca, pasando por los emporios corporativos multimercantiles Slim o Salinas-Pliego, hasta los cárteles de la droga, que mueven un muy importante sector de la economía e históricamente han pactado con el poder en turno.
Hablando de Carlos Slim, sólo por ejemplificar, tenemos a una de las compañías más ricas del mundo que nació de la sesión del Gobierno mexicano de un monopolio estatal.
3.- Mafia
Sin embargo, a todos los componentes mencionados les faltaría algo más para poder hablar de «mafia», un elemento decisivo para decidir sobrela existencia de la mafia en el poder.
Si entendemos ‘mafia’ como un grupo organizado que trata de defender sus intereses sin demasiados escrúpulos, y a costa de los demás, haría falta un elemento coesionador y articulador de todas estas camarillas, que sea capaz de reproducirse de generación en generación, para seguir perpetuándose en el poder y asegurar la permanencia de los pactos entre todos los participantes.
Ante ello, definimos la oligarquía mexicana como una que tiene una estructura burocrática con derechos hereditarios. Y al decir esto, nos referimos a ese pequeño grupo de familias que han ocupado, desde la época revolucionaria al menos, las posiciones más estratégicas de poder en México.
En ese sentido, la parte mafiosa de la oligarquía estaría representada por su núcleo de poder, que a su vez funcionaría bajo una lógica feudal:
«Un puñado de familias unidas por una red de relaciones políticas y consanguíneas, que son núcleo del poder y la riqueza del régimen», describe con exactitud Rafael Rodríguez Castañeda.
En otras palabras, desde Vicente Lombardo y Miguel Alemán se puede rastrear a dónde fue a parar el botín de la revolución «agraria», que cambió de manos una buena parte de los medios de producción (entonces la tierra) en México, y cómo se fue repartiendo el otro botín, el del poder, y cómo ha ido pasando de mano en mano por sus descendientes.
Investíguelo usted mismo. Para no ir más lejos, dejamos una cita más de Rafael Rodríguez:
«Enrique Peña Nieto es hijo de Gilberto Enrique Peña del Mazo, hijo a su vez del extinto cacique de Acambay, Severiano Peña; primo del ex gobernador y ex secretario de Estado Alfredo del Mazo González. La madre del presidente de México es María del Perpetuo Socorro Ofelia Nieto Sánchez, prima del ex gobernador Arturo Montiel. Tanto del Mazo, en 1987, como Montiel, en 2005, intentaron ser candidatos a la Presidencia.
«Alfredo del Mazo Maza, hijo del ex gobernador y primo de Peña nieto, fue director de la banca de desarrollo, Banobras —y hoy en día es gobernador del Estado de México—. (…) El clan del Mazo llegó también a la Sedesol, donde se designó subsecretario a Ernesto Nemer Álvarez, marido de la alcaldesa de Metepec, Carolina Monroy del Mazo, hija del extinto político Juan Monroy y sobrina de Del Mazo González».
Dejémosle ahí, pero advirtiendo que esta estructura clánica llena decenas de páginas en el libro El regreso autoritario del PRI, del multicitado periodista.
Conclusión
A sólo unas horas de enfrascarnos una vez más en dos horas de un Segundo Debate que seguramente tendrá más descalificativos que argumentos, tal vez deberíamos ensayar una respuesta personal a esta cuestión de fondo. Puestos los elementos sobre la mesa, juzgue usted si hay «mafia en el poder» en México y podemos dejar de entrecomillarla, o son sueños guajiros de López Obrador, hoy por hoy, a menos de dos meses de la elección presidencial, favorito a ocupar el máximo cargo político en nuestro país.
Tal vez sería más bien ocioso preguntarse si existe o no la mafia en el poder, o inclusive preguntarnos si el pueblo mexicano la quiere fuera del Gobierno.
Tal vez lo más ortodoxo sería ahora más bien preguntarnos cuál es el precio que estamos dispuestos a pagar por reemplazar a esa élite, por destruir a la mafia.
Y es que hay que tomar en cuenta que, desde la colonia, y en forma muy similar a los demás países de Latinoamérica, las componendas de la oligarquía con los dueños de los medios de producción, luego institucionalizadas en el Estado paternalista clientelar, son la única forma en la que ha podido funcionar México desde sus albores, y que no tenemos por seguro qué sería lo que reemplazaría a esas estructuras. En otras palabras: la corrupción es la que da la funcionalidad a México.
¿La democracia participativa? Ciertamente esa no es una oferta que esté sobre la mesa, ya que en el caso del único candidato que habla de un cambio de régimen (y que además ha prometido arrancar al actual régimen desde sus raíces), las propuestas que ha puesto sobre la mesa se sustentan en el más arraigado presidencialismo y autoritarismo del Poder Ejecutivo sobre todos los demás organismos constitucionales. AMLO ofrece una planeación centralizada en el Ejecutivo y que, en el estado actual de cosas, sólo podría emprenderse a través de decreto, y difícilmente a través de políticas públicas, sobre todo porque una transformación de ese tipo (a nivel social, económico e institucional) llevaría muchísimo más tiempo que un sexenio.
Es decir, y para no andar con rodeos: si la oferta de López Obrador es cierta, y él tiene la capacidad que asegura tener para lograr el cambio de régimen, sólo puede hacerlo de dos maneras:
- O bien deja de lado las formas democráticas, y ejecutando su política a través de un régimen autoritario, que limpie de la omnipresente corrupción al Estado sin los estorbos del debido proceso y las garantías individuales, empuja la transformación del Sistema de Gobierno en unos cuantos años, y desde Los Pinos proyecta una política pública cortoplacista que cambie esencialmente la dinámica de la economía mexicana ultraneoliberalizada, sin pagar terribles costos macroeconómicos, para encaminar a México en 6 años hacia una nueva era en su historia.
- O decide cambiar las instituciones y prácticas en el poder desde sus raíces, y establece un plan a largo plazo que asegure la completa transformación de los sistemas de Gobierno, Político y Económico, para lo cual necesitará suspender la alternancia y perpetuarse al menos un par de décadas en el poder.
Para los ciegos seguidores de la oferta política de Morena, cabría preguntarse durante este debate: ¿podría México sobrevivir sin la mafia en el poder?, ¿está la incipiente democracia mexicana preparada, tanto a nivel orgánico como institucional, para funcionar sin el corporativismo, la cooptación y los patronazgos, o tendrá que sucumbir a alguna forma de autoritarismo, por parte del nuevo presidente, ante la incapacidad del sistema para autoregularse y autosostenerse, a nivel funcional?
La respuesta no es fácil, y de ninguna manera es una crítica hacia Andrés Manuel a nivel personal. La discusión es a nivel de lógica política, de lo que es posible o no. El proyecto que encabeza AMLO, es un proyecto que, como todos, tiene costos, y hay que ser muy conscientes de que, en su caso, el fin de la mafia del poder se estará pagando con retrocesos en la democracia, o lo poco que tengamos de ella.
A lo mejor ¿vale la pena pagarlo? sería la pregunta que hoy los mexicanos debemos hacernos, al ver y escuchar a las cinco figuras que, como únicas opciones, nos otorga el sistema en 2018.
Lo cierto es que Andrés Manuel, si esto es aún a lo que aspira, no podrá liderar la caída de la mafia en el poder siguiendo el juego institucional que esta misma utiliza y domina desde hace décadas para perpetuar su dominio. Él tendría la Presidencia, pero todas las demás camarillas seguirían funcionando y coordinándose para entorpecer, e incluso anular sus esfuerzos (cuestión que ya se ha visto en la historia reciente en varios países de América Latina). Por tanto, se vería imposibilitado a respetar las reglas de juego, si es que quiere avanzar.
¿Quiero decir que la democracia estorba? No la democracia como trasfondo institucional que fundamenta al régimen y a la acción del Estado, pero sí la democracia de facto, como está instaurada en el Sistema de Gobierno mexicano actual, irremediablemente entretejida con los intereses de la mafia. Y para ganar cualquier batalla, ya no decir la guerra, AMLO tendría que quebrantar las instituciones y, con ello, la Constitución Mexicana, una y otra vez, o de una vez por todas. Y esto, sólo se puede lograr desde un gobierno autoritario, o desde una dictadura, así no fuera una autocracia.
¿Corrupción o dictadura?
En su forma más simplista, esta sería la pregunta. La elección por el mal menor que, como bien explicó Maquiavelo en distintas ocasiones, es característica (y no un defecto) de la política, donde nada es color de rosa.
Los antecedentes existen. Como bien dijo ‘El Bronco’, Singapur era un lugar invivible hasta que llegó Lee Kuan Yew, quien después de una dictadura de 31 años y a partir de la demolición del régimen corrupto y de la corrupción social convirtió a su país en uno de los mejores para vivir en el mundo. Y 28 años después de que dejó el poder, lo sigue siendo.
¿Tendrá López Obrador y sus más cercanos colaboradores la intención, las capacidades y la visión para liderar un proyecto de esta naturaleza, por el que valga la pena ponernos la soga al cuello y renunciar a nuestras salvaguardas democráticas?
Su respuesta, estimado lector, ante esta diatriba, independientemente de cuál sea, es totalmente respetable.
antonio.rojas@pucp.pe
El autor es politólogo doctorante
y maestro en Políticas Públicas