Redacción/Primera Plana
Morelia, Michoacán.- La decisión de poner al Ejército y a la Marina en la primera línea de fuego contra los narcotraficantes se tomó al vapor. Sin mayores consultas y sin estudios previos sobre el problema, el entonces presidente Felipe Calderón Hinojosa se dejó llevar sólo por su instinto y cálculo político.
Hoy que se cumplen 10 años del inicio de la ‘guerra contra el narco’, el resultado de aquel cálculo es siniestro para el país: 200 mil muertes, 55 diarias, dos de ellas cada hora. Organismos de derechos humanos y las propias autoridades no se ponen de acuerdo, en tanto, sobre el número de desaparecidos, pero ninguna de las versiones conocidas baja de 25 mil.
Tarde gris en Los Pinos
Es lunes 11 de diciembre de 2006. Corre la tarde, fría y gris; en la residencia oficial de Los Pinos, el entonces secretario de Gobernación, Francisco Ramirez Acuña hace el anuncio: «(…) En acuerdo con el gobernador de Michoacán, Lázaro Cárdenas Batel, informamos a los mexicanos el inicio de la Operación Conjunta Michoacán, con un despliegue de más de 5 mil efectivos para esta operación en la cual se desarrollarán actividades de erradicación de plantíos ilícitos, establecimiento de puestos de control para acotar el tráfico de enervantes en carreteras y caminos secundarios, ejecución de cateos y de órdenes de aprehensión, así como ubicación y desmantelamiento de puntos de venta de drogas».
Según Ramírez Acuña, la operación «inmediatamente traerá la recuperación de los espacios públicos que la delincuencia organizada ha arrebatado; recuperación que acabará con la impunidad de los delincuentes que ponen en riesgo la salud de nuestros hijos y la tranquilidad de nuestras comunidades».
La promesa aquella tarde fue grandilocuente; la estrategia resultó simplista. La medicina propuesta y aplicada por el impulsivo Calderón resultó peor que la enfermedad. El cáncer se extendió por todo el territorio nacional y hoy resulta que tenemos en México algunas de las ciudades más violentas e inseguras del mundo.
La militarización
Triste efeméride. Volvamos: aquella tarde del lunes 11 de diciembre de 2006, «por instrucciones del presidente Felipe Calderón», el secretario de la Defensa Nacional, general Guillermo Galván Galván informaba el arribo a Michoacán de «4 mil 260 soldados, 17 aeronaves de ala fija, 29 aeronaves de al rotativa, 19 binomios canofilos y 246 vehículos terrestres»
El secretario de Marina, almirante Francisco Saynez Mendoza, daba su parte: enviaría a Michoacán «mil 54 elementos de infantería de Marina, seis helicópteros MI-17, dos helicópteros Bolco; dos aviones Aviocard de patrulla equipados con cámara para detección nocturna, tres patrullas interceptaras y una patrulla oceánica»
Genaro García Luna, titular de la Secretaria de Seguridad Pública, aportaba «mil 420 elementos de operación policial, de los cuales 900 son de Fuerzas Federales de Apoyo; 300 de seguridad regional; diez de unidades caninas, y 220 de Unidades de Inteligencia y Operación de la Agencia Federal de Investigaciones».
Las cifras erizaban la piel de los reporteros. Y en las redacciones se hacían cuentas: los «alrededor de 5 mil elementos» que anunció el secretario de Gobernación no checaban con los informes de sus colegas en el gabinete.
Fueron en realidad 6 mil 734 soldados, marinos y agentes federales los designados a marcar el registro de uno de los más sanguinarios episodios de la historia de Michoacán, en particular, y de México en general: el inicio de la «guerra contra el narco».
¿Cómo se llegó a esa decisión? ¿Qué factores influyeron? En múltiples ocasiones, Calderón ha declarado que fue el entonces gobernador perredista, Lázaro Cárdenas Batel, quien expresamente le pidió la entrada de las fuerzas federales a Michoacán, para combatir «una delincuencia que ya se había desbordado» y que para entonces tenía como grupo dominante entre los cárteles a la llamada ‘Familia Michoacana’, organización que se ha había quedado con el «control de la plaza» tras largos años de enfrentamientos con células de los cárteles del Golfo y de Sinaloa.
De acuerdo con Calderón Hinojosa, el gobierno local de Cárdenas Batel «estaba completamente rebasado», sometido a ese grupo y desalentado porque el anterior presidente Vicente Fox, había desoídos los llamados de auxilio del perredista.
Los reportes de aquellos días dieron cuenta de «varios encuentros» entre Calderón y Cárdenas previos al anuncio del 11 de diciembre. Algunas notas informativas recalcaron incluso «la amistad» que unía al gobernador michoacano -había tomado el poder en febrero de 2002- con el presidente entrante, paisanos además.
No desmentida esa información, siguieron los análisis y las varias versiones atribuidas a actores políticos cercanos a Lázaro y Felipe: para el panista resultaba fundamental el reconocimiento que le hacia el perredista.
Calderón había rendido protesta como presidente de la República el primero de diciembre de ese año en una violenta sesión en la Cámara de Diputados; las dudas sobre su triunfo en los comicios; el escaso margen sobre el perredista Andrés Manuel Lopez Obrador (0.56 por ciento), y las largas protestas y manifestaciones sociales que lo repudiaban, mellaron su legitimidad. «Espurio», «usurpador», «ilegitimo», lo descalificaron los perredistas y millones de mexicanos.
¿Ganar-ganar? No, perdió México y perdió Michoacán
El reconocimiento que le hacía el gobernador Cárdenas era oxigeno político puro, y Calderón vio en ese guiño la oportunidad ansiada para responder a sus detractores: el si acudiría al llamado del gobernador michoacano, perredista y de apellido histórico para la izquierda mexicana; gobernaría sin rencores (diría entonces su hermana Luisa Maria Calderón) y sin distingos, y combatiría el cáncer de la delincuencia organizada. Él no seria como Fox.
¿Fue entonces el llamado a la ‘guerra’ inducido por el cálculo político? A la luz de los hechos y de las declaraciones que se han dado, todo parece indicar que si, que ese cálculo político de conveniencia de un presidente sin legitimidad y la necesidad de un gobernador socavado, fueron factor de peso.
Ganaba uno y ganaba el otro, habrían pensado en las pláticas de aquellos encuentros. Con los años, perdería Michoacán y perdería México.
No hubo plegarias a la Guadalupana.
Efeméride trágica. Volvamos a la memoria: es la noche del 11 de diciembre y por las carreteras, caminos y calles de los municipios de Michoacán se ven los convoyes militares y de la Policía Federal.
A la mañana siguiente, martes 12 de diciembre, día de la Guadalupana, la región de la Tierra Caliente -sobre todo- lucen militarizados.
Por primera vez en la historia del país, que formalmente se halla en paz, los soldados dejan los cuarteles, se rompe el orden constitucional y sin reglamento alguno ni protocolos establecidos son enviados a la calle, a la primera línea de fuego contra el narcotrafico y sus sicarios.
No hubo plegarias a la Guadalupana que valieran. Ni las hubo. No era cosa de Dios.
La puesta en escena de la década trágica
Se ordenó ir a la lucha cuerpo a cuerpo y nadie ha dado la contraorden. Evidentemente encantado con su determinación, 23 días después del anuncio en Los Pinos, Calderón viajo a Michoacán presumiendo su investidura de «jefe supremo de las Fuerzas Armadas».
El 3 de enero de 2007, temprano, bajó de un helicóptero del Estado Mayor Presidencial portando la casaca verde olivo del Ejército nacional. Las cinco estrellas en el escudo de su gorra de campaña militar fue el complemento que escogió para el mensaje que quería transmitir.
La imagen en el aeropuerto de Uruapan dio la vuelta al mundo: el presidente mexicano no mentía; estaba en «su guerra». Y quería que todos lo supieran.
En la base de la 43 Zona Militar de Apatzingán, rindió tributo a los soldados, marinos y policías federales. Cárdenas Batel, a su lado, lo recibió con un agradecimiento «por las acciones emprendidas contra el narcotrafico».
Lista entonces la puesta en escena de la tragedia nacional, que eso han sido los 3 mil 650 días que se han contado desde entonces…